-LIBERTAD DE EXPRESION-

"Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideraciones de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección y gusto."

"No he venido a traer paz, sino espada" San Mateo. X,34


jueves, 17 de noviembre de 2011

MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE




MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE
(El coraje de la fidelidad)

Monseñor Marcel Lefebvre fue hijo de un industrial textil de Tourcoing, al norte de Francia. Este jefe de empresa, se levantaba muy temprano cada mañana para oír Misa de las seis y cuarto, comulgar y rezar un rosario antes de ir a su fábrica. Al terminar las labores, era siempre el último en abandonar las oficinas y talleres, animando en casa a llevar a cabo la oración familiar de la noche, proferida de rodillas ante un crucifijo, a la hora en que los más chicos habían sido mandados a la cama.
El padre de Monseñor Lefebvre era terciario de San Francisco y, sin duda a ese título, llevaba su escapulario destinado a recordarle las duras reglas de la orden franciscana, reglas que había hecho voto de seguir en parte. Quería ser, en todo caso, uno de los mejores hijos de la Virgen María, y seguramente se impuso severos sacrificios personales para “merecer el Cielo”.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial (1914-1918), él no contaba con más de treinta y cinco años, pero tenía ya seis hijos, lo que le valió ser dispensado de combatir. Hubiera podido festejarlo, pero él lo sintió como una afrenta. Desde los primeros combates, que se desarrollaron cerca de Bélgica, se alistó en una sociedad de socorro a los heridos militares. Manejando su propio automóvil, atravesó muchas veces las líneas francesas y alemanas bajo fuegos cruzados, para recoger y llevar al hospital de Tourcoing a los más graves.
Después de la guerra, la ruina golpeó su empresa. Fue muy duro para él reconocer la quiebra de su negocio y los efectos que pudiera tener en su familia. Sin embargo recordó a Job: “Dios me ha dado todo, Dios me quitó todo, alabado sea su Santo Nombre”. Pero afirmaba también: “Ayúdate, que Dios te ayudará”. Y le hizo frente. Llegó a restablecer la situación, “por obra de la Providencia Divina”, decía.
La vida del padre de Monseñor Marcel Lefebvre fue la de un patriota y un cristiano ejemplares. Durante la guerra de 1940, a los sesenta y dos años de edad, los alemanes lo “ficharon” y lo arrestaron, lo sometieron a juicio y lo encerraron en el campo de concentración de Sonnemburg. Allí murió en el año 1944. Sus compañeros de cautiverio han contado su extraordinario coraje, en medio de indecibles privaciones, en una celda repugnante, bajo los golpes de los carceleros y de los enfermeros. Años más tarde, infinidad de personas relataron, sobre todo, cómo su fe, inconmovible y fraternal, sirvió de inmensa ayuda a todos los que lo rodeaban. Se le recuerda diciendo en voz alta el “De profundis” por los camaradas que fueron falleciendo cada día. Siempre conservó un Misal y una “Imitación de Cristo”, atados a su cuerpo con un cordel. Ese “rigorismo” del padre produjo que de los ocho hijos, cinco se hicieran sacerdotes, religiosos o religiosas, que consagraron su vida a Dios. La madre de Monseñor Lefebvre tenía un carácter completamente excepcional. Era una mujer extraordinaria. Entre los años de 1914 a 1918, con seis hijos en casa y su marido ausente, condujo con decisión muchas tareas diferentes, absorbentes y en cierto modo peligrosas: dirigía la fábrica, asistía a los heridos, visitaba a los enfermos y a los pobres y resistía al ocupante alemán, lo que le valió ser puesta en prisión. Cuando salió libre, ejerció las funciones de contadora que la empresa no podía pagar. La salvación posterior de la compañía fue obra suya.
Hombre y mujer de carácter, los padres de Monseñor Lefebvre, debieron por lo menos en su juventud, haber enfrentado sus propios temperamentos. Si hubieran vivido sin ideal, sin religión y en nuestra época, quizá su unión habría sufrido pruebas dolorosas. Pero rogaron a Dios juntos y Él les dio la paciencia, la humildad y el don de apertura hacia el otro, lo que les permitió comprender cuán profundo, finalmente era, su amor mutuo y cómo podían hacerse complementarias sus convicciones personales. De esa manera constituyeron un hogar admirable y dieron a todos los esposos cristianos de su alrededor un maravilloso ejemplo. Referente a los problemas que todos los matrimonios tienen entre sí, la madre de Monseñor comentó un día: “¿Qué importa que los pasajeros se lastimen con el golpe de las ramas? ¿No es éste, más bien, el signo de que avanzan? Y ¡Qué alegría tendrán cuando, habiendo alcanzado la otra orilla, vuelvan a encontrarse juntos en la paz!”
Todos los hermanos Lefebvre gozaron de esa educación tan fecunda y auténtica que no se fundamenta en los métodos pedagógicos, sino en la transfusión del alma de la madre a los hijos y en la autoridad moral del padre. Se recuerda que la madre de Monseñor Lefebvre rogó y comulgó cada día de los nueve meses de espera para que su hijo mayor fuera sacerdote. René Lefebvre fue sacerdote misionero de los Padres del Espíritu Santo, en Gabón, durante cuarenta años. Quiso la madre reparar por los enormes y numerosos pecados del mundo orando mientras se formaba su hija Jeanne, que fue religiosa Reparatríz. Asombraba por su paciencia y dulzura; leía y meditaba la vida de Santa Mónica, mientras crecía en ella su hijo Marcel. Después del bautismo anunció: “Tendrá un papel en la Santa Iglesia, en Roma, junto al Santo Padre”. Con el tiempo, Marcel Lefebvre se convirtió en un hito (punto de referencia) en la historia de la Iglesia, y los tiempos venideros dirán la trascendencia de su obra, en la que manifestó su invariable fe. Cuando esa madre ejemplar abrazó a su recién nacida hija Bernadette, vaticinó su misión: “Ella será signo de contradicción”. Bernadette, como Marcel, lucharon toda su vida contra la autodestrucción de la Iglesia y perteneció a la misma Congregación. Trabajó en Gabón, en Roma y en St. Michel en Brenne, donde fue superiora de las Hermanas de la Fraternidad San Pío X.
Nacida en 1908, Christianne fue carmelita, como lo predijo su madre. Fue superiora del Carmelo de Quiévrain (Bélgica), fundado el día de la fiesta de Santa Teresa, el quince de octubre, en 1978, y apoyo espiritual para la Fraternidad San Pío X. Los hijos menores siguieron cristianamente la vocación matrimonial. Muy expresiva es la frase que el Santo Padre Pío XII dijera durante una audiencia a Sor María Gabriela: “¡Oh, dichosos padres, que han dado tantos hijos al buen Dios!”.
La muerte de aquella madre ejemplar no significó para ella el fin de su misión. Al despedirse de su vida en la tierra, afirma que estará atenta a las necesidades de los que quedan para ocuparse de ellas. Les dijo: “Sea en el matrimonio, o en otro camino, haced todo por amor al Padre”. Mis queridos hijos -recomienda- obrad siempre rectamente, amaos los unos a los otros. Poned siempre a Dios antes que todas las cosas del mundo, y haced todo por agradarle”. Su muerte fue la de los predestinados, que ponen su casa en orden y dicen la palabra que conviene a cada uno”. Era el 13 de julio de 1938.
En ese ambiente lleno de espiritualidad y vislumbrando una grave crisis en la Iglesia, creció Monseñor Marcel Lefebvre, perfilándose al igual que su padre, como un católico escrupuloso y ardiente, un sacerdote misionero riguroso en la expresión de la verdad, un combatiente, un resistente que jamás cede ante el enemigo, con esa testarudez que acepta la adversidad sin doblar la cabeza. Insistió en el valor de la tradición y en la necesidad de atenerse a ella para proteger la ortodoxia. Durante toda su vida no se apartó de la Tradición de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana que en 1948 le concedió el honor y la carga de ser Delegado Papal para toda el África de habla francesa. Con el respaldo de toda su vida actuó no para “dividir”, sino para “proteger” la unidad, tal como lo demuestra su resistencia a aceptar el falso ecumenismo. No fue cismático como muchos afirman, porque jamás rechazó la autoridad jerárquica con la intención de establecer una Iglesia paralela.
Algún día -no muy lejano- Roma reconocerá el mérito de su servidor Marcel Lefebvre, porque los hombres que dejan en la memoria de su vida un testimonio de adhesión a la verdad y que asumen con plena responsabilidad su Fe, continúan guiando a los cristianos. Su intención fue formar un ejército dispuesto, cueste lo que cueste, a permanecer católico frente a la descristianización que obra en el mundo. Como tantos otros santos notables en la vida de la Iglesia, Monseñor Marcel Lefebvre padeció para probar sus razones de Fe.
jacobozarzar@yahoo.com




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